enero 27, 2010

Luciernaga (sin luz)

(…)

Dentro del bote, la luciérnaga brillaba con luz mortecina. La luz era demasiado débil; el tono, demasiado pálido. Hacía mucho tiempo que no había visto una luciérnaga, pero creía recordar que éstas despedían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano. Tenía grabada en mi memoria la imagen de un bicho que desprendía una luz llameante.


Quizás aquélla estuviese débil, medio muerta. Agarré el bote y lo sacudí con cuidado varias veces. La luciérnaga se golpeó contra la pared de cristal y levantó el vuelo. Pero su luz continuó siendo tan mortecina como antes.


(…)


Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía unos tres centímetros del depósito. La luciérnaga se sostenía a duras penas en su nuevo hábitat. Dio una vuelta alrededor del perno tambaleándose y se subió a unos desconchones de la pintura que parecían costras. De pronto avanzó hacia la derecha, se dio cuenta de que aquello era un callejón sin salida y viró de nuevo hacia la izquierda. Después se encaramó muy despacio a la cabeza del perno y se acurrucó. Permaneció inmóvil, como si hubiese exhalado el último suspiro.

Yo la observaba apoyado en la barandilla. Durante mucho rato, ni la luciérnaga ni yo hicimos el menor movimiento. El viento soplaba a nuestro alrededor. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad.


Esperé una eternidad.


Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiese ocurrido de repente. Un instante más tarde, cruzaba la barandilla y se sumergía en la envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el tiempo perdido. Y tras permanecer unos segundos inmóvil observando cómo la línea de luz se extendía en el viento, voló hacia el sur.

Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos.”
(...)
Norwegian Wood/ Murakami

2 comentarios:

lValeria dijo...

Nunca dejes que la luz se apague. Es como pretender callar el azul de las estrellas al cerrar los ojos. La luz está, sólo basta querer mirarla.
Te dejo un beso, me gusto tu blog. Te invito al mio aunque hace mucho no escribo. Besos

Spankys dijo...

ES genial la llama no deve morir..T.T que andez bn bn
buen blog